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El brigadier escribe afanosamente lo que parecieran ser sus últimas voluntades. El lápiz soporta la ira enorme que los músculos de la mano temblorosa le infligen, mientras las líneas de una increíblemente pulcra caligrafía va cayendo sobre la hoja, antes en blanco.

Cumplió el pacto, como muchos. Guardó silencio y con ello, dibujó una falsa calma en la vida de todos los demás colegas que como él actuaron bajo las órdenes del tirano. Escribe porque debe y necesita. Y él lo sabe.

El brigadier toma el hilo rojo y va desenredando la madeja a medida que escribe. El reguero de sangre baña los pasillos de la historia hecha sendero desde el norte y sus desiertos, hasta el sur y sus canales. La horrenda siega fue mayúscula. Y él lo sabe.

Lentamente, los pasillos de su laberinto reciben luz de día. La mano, cada vez más suelta y menos temblorosa, sigue anotando coordenadas, nombres, datos, lugares borrados por los sin-cuenta. 

Seguro me entenderán, piensa, mientras escribe las últimas líneas, esperando valga la pena. El hilo se acaba. Estampa su firma. Sale del túnel. El hilo cae en miles de manos. Suena el disparo. El brigadier cae libre. Y él lo sabe.