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“La paloma protesta contra el aire, sin darse cuenta de que es lo único que le permite volar.”

Goethe.

I

– Ya, pero te apurai -. Camila cortó la llamada y tiró el teléfono sobre la cama. La habitación estaba surtida de un sinfín de alhajas y maquillaje, que recorrían los muebles, las repisas, el piso, los colgantes de pared y cualquier otra superficie capaz de aguantar algo del desorden de la muchacha, dispuesta a todo menos a domesticar ese espacio que hace unos tres meses reclamaba como propio. El viejo caserón de calle Riquelme, apenas iluminado por la luminaria pública que a veces funcionaba y a veces no, servía ahora de refugio para ella. En su habitación soñaba despierta, mientras veía reflejado el logro de su trabajo en ese desorden. La esperanza de surgir, de ser alguien en la vida, como tantas veces le pidiera la tía Adela. Desde que se mudó a la ciudad, el discurso era luchar por y para sí misma, sin más consideración que el propio amor a las metas personales y la búsqueda del éxito a cualquier costo, inclusive de los amoríos y el tiempo libre.

En estos meses, con mucho sacrificio había logrado lo impensable. Pagar dos meses de arriendo por adelantado, comprar alimentos, ropa y utensilios, llegar puntualmente a cada una de sus clases en la universidad, ir al día en el pago de sus deudas y llamar sagradamente a sus padres, una vez por semana, los jueves, a las seis de la tarde.

Las llamadas tenían siempre el mismo tono. Hoy tampoco fue diferente. Tomó el teléfono, buscó el contacto, marcó y esperó con cara de nada. De pronto, le contesta la voz cansada de su padre.

– (Suspira) ¿Aló, Cami?… saludó el papá.

– Hola, papi, respondió ella, con tono apático y alto desgano.

– ¿Cómo estás, hijita? (de fondo, los platos de la cocina y el ambiente familiar se entremezclaban en una misma música, tan conocida y tan lejana ahora mismo para ella.).

– Bien, supongo – responde, como si ya le estuviera comenzando a molestar el cuestionario-.

– ¿Sólo supones?

– Sí, ya sabes, lo de siempre. Entre el trabajo, los estudios, las salidas, no me queda mucho tiempo para nada que no sea rutina.

– ¿Has comido bien esta semana? Recuerda que tu madre puede enviarte lo que quieras. Te apoyamos, pero pero no creas que hemos dejado de pensar en ti.

– Sí, más o menos. La verdad es que más que nada por falta de tiempo. Tengo lo suficiente. No necesito mucho para vivir, ya sabes como es.

De fondo, la madre interviene: -¿Cómo te ha ido en el trabajo?-

– Bien, ya saben, lo mismo de siempre.

– Lo mismo de siempre, lo mismo de siempre. Nunca contesta bien esta niñita, -dice la mujer entre dientes, pero lo suficientemente claro para que Camila haga una mueca al otro lado de la línea, mientras prepara su escueta respuesta-.

– Algunas veces. Pero siempre por poco tiempo. Ya saben que estoy lo bastante ocupada como para perder tiempo con amigos. Será más adelante, cuando tenga todo resuelto.

– Deberías socializar más, Cami. Es importante tener vida social. Nadie quiere que te enfermes por no tener gente alrededor.

– Lo sé, lo intento, dijo Camila, dando un largo suspiro que contradecía automáticamente su respuesta.

– ¿Necesitas algo? ¿plata o algo más?

– No, papá, ya te he dicho que puedo mantenerme sola.

– Solo queremos ayudarte, hijita.

– Lo sé, pero no necesito que estén siempre encima de mí.

– Solo nos preocupamos por ti.

– Lo sé, pero también necesito mi espacio.

– Está bien, lo entenderemos- dijo el padre, sabiendo de que llegaban nuevamente a un punto muerto.

– Gracias por eso, aunque todas las semanas es lo mismo- dijo Camila. Si quieren que siga llamando, tendrán que cambiar el repertorio. Agota.

Un largo silencio se cierne en la conversación. Ni Camila ni su padre se atreven a finalizar la incómoda y sosa conversación semanal. Si uno de ellos cuelga, el otro quedará con el corazón en la mano, lamentándose irremediablemente, pensando en lo largo que significa una semana cuando quieres mantener contacto con quienes quieres. Y viceversa, al otro lado estará la culpa acechando y cuestionando la decisión de cortar la llamada, la duda de lo que pudo haber sido una fructífera conversación y una reafirmación de lazos a distancia.

-Lo sé. Mucho pedir para estos tiempos-, piensa Camila, mientras corta la llamada antes que todo se vuelva aún más incómodo. Afuera suena una bocina larga y furiosa, como si el conductor hubiese tenido de pronto un paro cardiaco y su cabeza hubiese caído sobre la bocina. Camila se exalta, mientras una lágrima rueda por su mejilla esperanzada en que al otro lado entiendan de una vez lo difícil que es para ella separar este tiempo cada semana. Rápidamente coge el bolso, abre la puerta y dedica una mirada a su pieza, al desorden, al vacío, a sí misma. Cierra con cuidado, mientras la bocina no para de sonar. Se sonroja, nerviosa y enojada, por lo que darán que hablar esos bocinazos a todo el alcahueterío circundante. Viejas sapas, piensa, mientras baja las escaleras rápidamente y sale a la calle, encontrándose cara a cara con el frío invernal. Desde el auto, le hacen señas. Rubén, un joven rubio, de bigotes alocados, le mira sonriente, mientras le hace señas con la mano. Abre la ventanilla y le grita: – Ya po, Camila, apura la causa. No tenemos todo el día. El cliente ya llegó y está esperando. Camila, resignada, corre al SUV mal estacionado frente a la salida de vehículos, fuera del oscuro caserón y desde el auto se despide de su oscura ventana que parece mostrar una cara triste al verla cada vez más lejos, más pequeña.

– ¿Qué te pasó que demorabai tanto? Le saludó el muchacho.

Nah, estaba conversando con los viejos– dijo ella.

– ¡Buena hora escogiste! Este otro debe estar desesperado. Recuerda que erís su tapadera durante todo este mes.

– Si sé- dijo Camila, recordando las otras veces en que ha estado en la misma situación, tapando agujeros, reparando platos rotos, haciendo de alma gemela, sustituyendo lo que falta para tantas y tantos que no tienen el coraje de buscarse una vida real, pero sí el suficiente dinero como para pagar por una de mentiras.

II

Mientras Camila y Rubén viajan en silencio por las calles de la ciudad, la chica piensa en su vida y en la de su cliente. Se acuerda del cuento que leyó cuando era niña, el del mendigo y el príncipe que cambian de lugar y viven la experiencia de conocer el otro lado de la moneda. ¡Eso mismo! -pensó- Eso es lo que estoy viviendo con estos pitucos tirados a decentes. Según ello, tienen todo resuelto, porque todo se paga. Pero la vida, el amor, el cariño, eso nunca. En todo orden de cosas soy mejor que ellos, porque conozco sus mentiras. Yo al menos doy cara, voy de frente. Bueno, ni tanto. Mis viejos no saben nada de esto.

Rubén la conoció en la facultad. A él, Camila le resultó lo suficientemente atractiva para el negocio, pero también lo suficientemente inferior como para relacionarse con ella más que por negocios. – En la vida, perrita, no se puede tener todo al mismo tiempo- le repetía de cuando en cuando a Camila, sólo para recordarse a sí mismo la conveniente posición que les cabía a ambos en el trato.

A Camila, Rubén le significó un salvavidas milagroso, un gol de media cancha, de esos que su papá gritaba a todo pulmón en la pequeña casa familiar. Cuando se acercó la primera vez, no supo diferenciarlo del resto de jotes que pululaban alrededor de las mechonas de primer año. Trató de correrlo sin suerte, porque Rubén era especialista en caer bien. Afinándose el bigote, se fue acercando cada vez más hasta que le dijo, pícaro y serio al mismo tiempo: -Creo que los dos podemos hacer muy buenos negocios, huachita. Conversemos al final de la clase-. Camila esperó a que todos salieran de clases y ahí mismo donde antes la hubiera abordado, tomó asiento y esperó, mientras encendía un cigarrillo para matar los minutos. No dio ni dos caladas cuando ya tenía frente a ella a Rubén, siempre sonriente, siempre astuto.

– Pensé que te irías- dijo el muchacho.

-Me quedé por lo del negocio-, dijo ella, convencida a medias de su falso tono de seguridad, ensayado para la ocasión a lo largo de su vida.

Mientras Rubén daba los detalles del negocio, Camila no daba crédito a lo que oía. Su vida cambiaría. No tendría que tomar dobles turnos en el almacén del barrio ni hacer el aseo de la casona en que vivía. Nunca se le hubiera ocurrido que su tiempo tuviera tanto valor para alguna gente. Bien decían sus padres que no tendría problemas en la vida, porque había salido linda, diferente al común y corriente de la gente del barrio, llamativa, pero fina. Lo de fina, en todo caso, se había ido diluyendo en el tiempo. En la facultad, ninguno de sus ademanes copiados de las teleseries y sus influencers favoritos, pasaban desapercibidos. Entre la gente adinerada, el club social era cerrado y para pertenecer había que darse a conocer, como el sobrino del obispo, llegando a clases en un Mercedes superior al auto de cualquiera de sus profesores. A pesar de ser del extremo sur de Chile, cayó enseguida muy bien en el engranaje social universitario.

Para ella era distinto. Su pelo, castaño claro, no alcanzaba a ser tan claro como para disimular su origen. La piel, en tanto, era un poco más morena que la del promedio de los socialité, por lo que nuevamente, su afán de pertenecer a ese grupo, estaba descontado de origen. En todo caso, no se quejaba de nada. Su arrastre era indiscutible, a la hora de ejercer sus artes de atracción y dominio, oficios que no se aprenden sino en la adolescencia y adultez.

El trato era simple. Nada de besos en la boca, pero sí abrazos y tomadas de la mano. De vez en cuando una mano en el muslo, para disimular la confianza. Boca cerrada la mayor parte del tiempo, sonrisa cortés, respuestas breves, libreto aprendido. Nada que pueda comprometer al cliente a tener que llevarla de nuevo. Nada que lo enamore. Nada que lo enfade. Complacer, complacer, complacer. A cambio, un botín que para ella era suculento. Cincuenta mil pesos por tres horas, de los cuales treinta mil iban para ella y veinte mil para su chofer/manager, como le gustaba presentarse a Rubén ante sus clientes. La agencia no tenía más de cuatro miembros y Rubén era quien hacía los contactos para todos. Un hombre, tres mujeres. No necesito más que eso y tiempo, se recordaba cada tanto, para vencer la tentación de expandir el negocio al borde de lo peligroso. Más que mal, la zona gris era previsible. Estaba en el límite de transformarse en el proxeneta de sus compañeros, pero a la vez, podía mirarse a sí mismo como indulgentemente solía hacer: como el héroe que les daría anécdotas, risas, dinero y roces con el mundo a muchachos que de otra forma, la tendrían más que difícil. No están los tiempos como para desperdiciar las oportunidades de la vida, solía repetirse.

Para Camila, las condiciones eran convenientes. Hasta el momento no había tenido mayores problemas en acompañar a compañeros de facultad y un par de desconocidos con recomendaciones. Había sido prima, hermana, amiga y polola de cada uno de esos mecenas mentirosos, dispuestos a todo con tal de no enfadar las expectativas de sus familias y amigos.

El trabajo es fácil y difícil al mismo tiempo. Fácil, porque los libretos a aprender son básicamente los mismos:  ¿Cuál es mi nombre completo? ¿Cuál es mi lugar de nacimiento? ¿Qué color me gusta más? ¿En qué colegio estudié? ¿Cómo nos conocimos? ¿Cuál es mi comida favorita? ¿Cuánto tiempo llevamos? ¿Cuál fue nuestra primera impresión el uno del otro? ¿Qué alergias tengo? ¿Qué actividades o intereses compartimos? Y difícil, porque a veces las preguntas se tornan en: ¿Cuáles son sus planes para el futuro cercano? ¿Hay algún evento o proyecto que estén planeando juntos? ¿Qué metas tienen en común?  Cuando las cosas decantaban por esos lugares incómodos, sabía que debía toser y dejar la respuesta en manos del cliente. A veces, traicionada por la emoción, comenzaba a responder desde las ansias de hacer bien el trabajo, pero al poco andar se acordaba de las condiciones y disculpándose con la mirada, tosía para dar el pase a quien ya tenía pensadas las mentiras de turno. Otras veces erraba en los modales, olvidando cómo sentarse, cómo masticar, sobre qué conversar, en qué momentos podía o no ir al baño. Los errores hacían que muchas veces mirara con altura crítica su quehacer.

– Mi trabajo es mentir, es cuidar, es proteger, acompañar y ser leal. Todo eso, todo al mismo tiempo – resume, mentalmente.

III

De sus clientes, hasta el momento el favorito para ella era Andrés. Tímido, reservado, buenmozo y gay. A ella no le importa. Lo acompaña fielmente a misa y al almuerzo dominical. Es la novia, como diría la nona, embelesada por la belleza morena de Camila. La abuela octogenaria no reparaba en detalles para la advenediza primera novia de Andrés. La mimaba con regalos y extras que Rubén pasaba por alto, siempre y cuando Andrés no reclamara nada. Hasta el momento, la tapadera funcionaba. Andrés era feliz viendo aliviados a sus padres y su abuela. Ya no habría necesidad de seguir buscándole compañía al niño, para evitar habladurías de las vecinas y las viejujas pechoñas de la misa. Todos veían a Andrés muy feliz, al lado de esa preciosa niñita que se había encontrado en la universidad.

Lo cierto es que sí se conocieron en la universidad, pero no como compañeros, sino presentados por Rubén. – Este es tu primer cliente, guagüi– le dijo, sonriente y resuelto, fingiendo centenaria confianza con Camila, que lo miró raro por eso de llamarle guagüi. Andrés estaba acompañado de su pareja, un chico pálido y menos sonriente que ninguno de los que ahí estaba. Él no entendía del todo la necesidad de tapar el sol con un dedo. Por su parte, todo estaba asumido. Gay hasta la médula, enamorado de Andrés y feliz de haberlo conocido. Su familia le apoyaba. Todo muy moderno y progresista, ad-hoc a los tiempos. Por parte de Andrés, claro, sabía que todo era el perfecto opuesto. Conservadores de tomo y lomo, defensores de valores rancios y de costumbres con espesas telarañas que no soportarían otra generación. Mientras tanto, la mesada de Andrés y sus ganancias de negocios se irían en beneficio de la paz y armonía, y de la muchachita, claro.

– Estamos entonces – dijo resuelto Rubén, una vez que habían detallado los más variados pormenores del trato, al lado del casino universitario.

Camila, estupefacta, pensaba en cómo no había cambiado mucho la esclavitud a lo que es en estos días. O de uniforme, o de arriendo, con horario libre o de lunes a viernes, terminas envuelto en un trato indecente, sobornando la vida con cada pago.

            – ¡Claro! Y muchas gracias a ti y a Cami. De verdad no saben cuánto significa para nosotros este favor.

            – Para eso estamos, perrín – dijo Rubén, mientras le guiñaba el ojo a Camila en un gesto de absurda complicidad.

            Y lo cierto es que Andrés sí se había beneficiado del trato. De todos los clientes, era el que mejor se llevaba con Camila, siempre gentil y bien educado. Atento a los detalles y fingiendo al máximo el papel de buen novio y compañero. Camila disfrutaba de vez en cuando la sensación de sentirse querida y acompañada. De la nada, soñar despierta era una actividad recurrente que la invitaba a pensar en la realidad alternativa, donde ni ella se arrendaba ni la relación era una farsa. Había planes, matrimonio, una casa grande, un perro tonto corriendo por el verde prado y hasta hijos. Luego, volvía a su lugar, con estremecedora y agonizante sonrisa de nostalgia de algo que nunca tuvo ni tendría, al menos no con Andrés. A veces se permitía fantasear en voz alta con Andrés, que le seguía el juego, entretenido con la posibilidad de ser normal para su familia. La vida conservadora de los suyos le hacía trizas el corazón cada vez que se detenía a pensar en el futuro. Por lo pronto, arrendaba el presente, mientras rogaba por paciencia y tiempo a su novio real.

            Rubén estacionó apresurado. Andrés esperaba inquieto, en la entrada de la casa, con un cigarrillo en la mano apenas encendido. Su mano temblaba y sus ojos estaban enrojecidos de tanto llorar.

            – La cagué, Rubén, la cagué– dijo conmocionado antes que Rubén pusiera un pie fuera del auto. Camila se asustó, pensando en que la culpa era de ella, que por llamar a sus padres había descuidado a su mejor cliente, que las cuentas no se pagan solas, que tu responsabilidad es arrendarte a estos pitucos, que cómo se te ocurrió pensar en que la llamada era más importante. Rápidamente, corrió a abrazar a Andrés, que la abrazó con algo parecido a la desesperación, tal vez al amor.

            Rubén encendió un cigarrillo y se dispuso a oír, más que mal así iniciaban todos sus tratos de negocio. Andrés se había descuidado y su familia se había enterado de todo. De su novio y la relación proscrita que mantenían en secreto, que el novio le llamaba a diario y que no era precisamente Camila quien se juntaba cada vez con él, sino el muchacho. La nona, decepcionada, le dijo que nunca más hablarían, que había muerto como nieto para ella, que lo único que esperaba es que Camilita no sufriera tanto como ella cuando se enterara.

Y esto era lo curioso: todo el mundo esa tarde esperaba a Camila. La reunión familiar no tenía novio, sino novia engañada. Ese era el rol dispuesto para ella hoy.

Camila, apenas entendiendo, se dispuso a apoyar a Andrés. Actuaría comprensiva y desconsolada. Daría todo por este cliente que en tres meses le había dado más que cualquier otro empleo en la vida. Hechas las cuentas, Camila y Andrés se dispusieron a entrar, mientras Rubén se alejaba, buscando mentalmente un reemplazo para un cliente menos, que era lo único esperable de toda esta situación.

Cuando entraron a la casa, no parecía la misma de cada domingo después de misa. Había un ambiente de silencio sordo, fuerte, que no permitía pensar con claridad. Avanzaron por el pasillo y llegó a la sala, donde toda la familia a excepción de la nona esperaba con cara fúnebre a la pareja.

– Camilita, qué bueno que llegaste –  La madre de Andrés pretendió manejar la situación con un tono conciliador pero titubeante, mientras bebía nerviosamente agua de un vaso. Para Camila, el cuadro era inesperado. Nunca se habría atrevido a fantasear con un giro de esta calaña. Cerró el corazón, abrió la mente. Encendió la sagacidad que le había permitido sobrevivir bien todos estos años. La conversación giró en torno a lo esperado. La decepción de los padres, la felicidad de Andrecito, el qué dirán, el origen del trato de amistad con Camila, la falta de decoro y honestidad, que acaso no sabes que eso es como prostituirse hijitapordios.

Shock.

Camila corre descalza por las calles. Llega a su habitación. No tiene control del tiempo. No tiene control de nada. Desaparece bajo las sábanas y mantas de su cama.

Anochece.

Amanece.

IV

Han pasado tres años. Camila dejó de ver a Andrés, salvo en los pasillos de la universidad. Rubén no demoró en encontrar reemplazo y en cambiar las condiciones. Ahora Camila es prima de una profesora que no quiere estar sola frente a la sociedad, amiga de una anciana que necesita quien le acompañe a hacer las compras y sitter de los hijos de los amigos de Rubén. Esto último fue una innovación más acorde a un giro lícito del negocio. La vida le sonríe. Ahora cubre sus gastos, ahorra y le sobra dinero para arrendar buenos momentos. Pronto terminará sus estudios y se prepara con ansias para devorar el mundo, o al menos eso les transmite semanalmente a sus padres, orgullosos de la hija independiente que supo salir adelante por sus medios. En cuanto al orden de su departamento, cualquiera hubiera esperado mejores resultados. Camila es un caso perdido -o un caos hallado-.

En lo emocional, salvo raras excepciones, ha superado el trauma social, la parálisis moral y la culpa religiosa de su relación con Andrés. Ha madurado, abrazando las zonas grises y esperando lo mejor para todos,  sin rencores.

En lo futuro, espera afrontar el mundo laboral con experiencia. Sabe que su pasado puede ser juzgado fácilmente. Pero también sabe que su labor no es menos compleja que la del abogado defendiendo lo indefendible o del contable reduciendo costos. Mientras camina rumbo a una nueva cita de arriendo, la brisa primaveral le alegra el rostro y hace vibrar los flecos del lindo vestido, estrenado para la ocasión. Al fin y al cabo todos somos un arriendo temporal de alguien más, se consuela.

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