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No nos había tocado. No habíamos sufrido en absoluto. A los sobrevivientes de todos los tiempos les enfrentó de sorpresa. Es tiempo de pandemia en el mundo y las trincheras se ahondan. Las conspiraciones, paranoias, exacerbaciones y mentiras -oficiales o no- comienzan a sucederse, mientras vemos a los mismos de siempre pagando las consecuencias. Habiendo entrado en la segunda mitad del año, valga mi intento de dar una mirada respecto al panorama global, sin más ánimos ni pretensión que la de cualquier otro ser con capacidad de querer entender lo que ocurre a su alrededor.

Los tiempos críticos, en general, muestran de qué estamos hechos. No es lo cotidiano, sino lo que nos desafía, aquello que es capaz de sacar a flote lo mejor y lo peor de la especie humana: solidaridad y mezquindad; apatía y empatía; indiferencia y compromiso… una serie de valores que se hacen presentes en las mentes y acciones de una gran cantidad de gente que trabaja mientras trata de entender lo inentendible.

Mientras tanto, ¿qué hemos hecho de nosotros mismos? ¿Hemos seguido, acaso, puliendo la piedra en bruto que somos una vez salimos a este mundo? ¿O estamos apenas reaccionando en el mínimo de nuestras posibilidades a esta nueva realidad? La verdad exaspera y conmueve en partes iguales. Estamos en un momento decisivo pero de una voluntariedad enorme para disponernos a un cambio de conductas mayor a cualquiera de los que hayamos sido sometidos anteriormente.

Lo académico y lo laboral tratan de encausarse; hay método y técnica existentes para ello. Hay también responsables de que todo aquello funcione. Pero en la esfera personal, a no ser que tengamos los medios para contratar a un coach de estilo de vida, estamos a la intemperie, mínimamente ayudados de las herramientas que la crianza y la vida nos dejó. La educación formal pocas veces ayuda a los desafíos que plantea la vida práctica.

En medio de todo esto, pienso en la necesidad de reservar mayor espacio a las virtudes eternas y las habilidades para la vida práctica de nuestra era: el amor, la justicia y la misericordia como reglas de vida por el lado de lo imperecedero y el sentido práctico-lógico, las educación financiera y la responsabilidad social por el lado de las habilidades personales.

Es tiempo de practicar y servir en partes iguales, sin mayor ambición que la del servicio y la superación continua, la colaboración, la humildad y el sentido de lo práctico. Tiempo de olvidar las ambiciones y centrar nuestro enfoque en lo esencial, en aquello que nos mantiene “contentos” y esto, como indica el sentido literal de dicho concepto: contenidos en nuestro propio ser, sin más necesidad de destacar o prevalecer por sobre los demás; sin más recompensa que el simple y precioso regalo que significa despertar medianamente sanos cada día.