Comparte mi contenido en redes

Llegué pasadas las 10 al terminal de Valdivia y de inmediato solicité un Uber. A los dos minutos de llegar a la ciudad, ya estaba subiendo al transporte que me llevaría a la UACh. Estudiar en otra ciudad puede ser un desafío mayor cuando tenemos que resolver las cuestiones prácticas que los locales pueden sortear con mayor ventaja. La conductora es A, una mujer de mediana edad. 4.98 puntos de reputación. Todo en orden, pienso.

El viaje transcurría con normalidad hasta que A decidió entablar una conversación. Por lo general, no suelo hablar de temas personales con desconocidos y evito hablar más allá del clima, lo que en Valdivia sería equivalente a hablar de la lluvia. En ese sentido, considero que lo mejor para un trayecto breve es guardar silencio y aprovechar el corto periodo de interacción, desde la confirmación del conductor al cliente, hasta el agradecimiento/pago/asignación de estrellas y propinas al final del viaje.

“En el sur, solo necesitas un buen par de zapatos y una buena parka”

A.

Sin embargo, hoy esa normalidad tuvo un giro y me vi envuelto en una de las conversaciones breves y humanas más impactantes de mi vida. A me cuenta que es divorciada, santiaguina y que lleva unos años viviendo en el sur. Se ha adaptado bien a esta nueva vida. Recuerda que, al principio, no dominaba las secretas artes del fuego en estufa, ni comprendía lo innecesario que resulta llevar un paraguas en medio de un temporal. “En el sur, solo necesitas un buen par de zapatos y una buena parka”, dice con la resuelta sabiduría adquirida por la experiencia. Confirmo, como sureño, que tiene razón. Pienso que tal vez mi gusto por la lluvia y caminar bajo ella provenga de ahí, de terminar completamente mojado y llegar a casa para refugiarme en ropa abrigadora o en las cálidas sábanas del otoño-invierno.

A comparte conmigo sus luchas diarias para salir adelante luego de la relación que recientemente terminó y que la sumergió en problemas. Su exmarido hizo todo lo posible por convertir la cómoda vida de emprendedores santiaguinos en un infierno, lo que los llevó a reducir gastos y mudarse obligatoriamente a las orillas del Calle-Calle. A comenta que no todo es agreste y que, de cierta manera, encuentra positivo este cambio. No tiene intenciones de volver a Santiago y solo espera poder pagar sus deudas en diciembre y retomar el estilo de vida que tenían antes de la catástrofe. Pienso en esa última palabra y en su sentido original (catá y estrophe, que significa “voltear abajo”, dar vuelta), como Jesús con las mesas de los cambistas del templo.

Cruzamos el puente del invasor español que dio nombre a la ciudad que habito, mientras A me explica cómo esta situación ha afectado a sus hijos. Han pasado de disfrutar de la vida neoliberal a verse privados de los lujos de la clase media. Han tenido que aprender a usar la misma ropa repetidamente, a salir menos y a comprar en rebajas. Aquellas cosas que la mayoría de las personas considera naturales o incluso como el máximo alcanzable.

Le comento lo impactante y fuerte que suena eso. Creo que los aprietos pueden moldear el carácter. Pienso y me atrevo a cruzar el puente desconocido de la confianza, mientras llegamos al campus. Le confieso que en mi vida he pasado por algo similar. Le cuento sobre las pérdidas, las frustraciones, el duelo, la carrera que no pude terminar, el trabajo, la familia, el trabajar y estudiar al mismo tiempo y finalmente poder titularme.

En ese momento, A, desde sus creencias, me dice que cree que nuestros difuntos siempre nos acompañan y cuidan. Le comento que para mí eso no tiene mucho sentido, pero que sí creo en el esfuerzo y el impacto que tiene la crianza en las personas. Prefiero mantener el desarrollo completo de la idea en mis pensamientos. “Esto es para bien o para mal”, me digo. Mi mente repite los versos de Waters en la canción “Mother”:

“Mamá te mantendrá bajo su ala / No te dejará volar, pero tal vez sí cantar / Mamá mantendrá al bebé cómodo y cálido / Oh, bebé, por supuesto que mamá ayudará a construir el muro”.

Le comento que hoy disfruto de los resultados de un trabajo arduo y honesto, lo que me permite llevar una vida familiar bastante tradicional, austera y tranquila. Sin riesgos, sin deudas, sin prisas. Comparto mi visión pragmática sobre la vida, aprendida de mis padres: enfrentar las adversidades y valorar los logros. A coincide con mi idea racional y pragmática sobre la muerte y la guía de aquellos que ya no están en nuestro camino de vida.

Finalmente, hay consenso en atribuir “al de arriba” tanto lo bueno como lo malo que nos pueda suceder. Pienso que el viaje vital está para disfrutarlo. Hablo de Dios y sus complejidades. El Dios matemático y universal. Aquel de las variables logarítmicas y algorítmicas. Aquel que me hace sudar frío y me acoge, indistintamente, en diferentes situaciones. Mientras estaciona en el destino, le comento, felizmente, que esta es mi segunda carrera y que de alguna manera cierra la deuda que tengo con Valdivia. La animo para lo que está por venir y le agradezco por compartir su historia con un desconocido dispuesto a escuchar.

El viaje termina y la vida apenas comienza. En Valdivia, la lluvia ha dado paso a un tímido sol otoñal. Un árbol sonríe con el viento. Pienso en la cita del libro que mi esposa Ada me recomendó: “Toda felicidad, grande o pequeña, merece ser compartida en la plaza de la ciudad”.