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Hace unas horas tuve la dichosa oportunidad de ir al cine. No es que asista seguido, ni que me lamente de no hacerlo más a menudo. Generalmente al cine se va en familia; en mi caso, con las hijas y la esposa. Al cine se va en busca del éxito de taquilla de turno. Esta vez, para mí, fue distinto.

Desde la reserva del ticket me recorrió la sensación del saudade, esa nostalgia linda y melancólica que sólo la lengua portuguesa puede describir tan bien. Estaba comprando una entrada para ver El Padrino, en su edición aniversario, a 50 años de su estreno. La cita se fijó: nueve de la noche, del martes primero de marzo.

Salí de casa con la idea de encontrármelo en el camino. De ir hombro a hombro a ver una película que disfrutamos antaño en el televisor blanco y negro. De oír sus comentarios previos, atento a cómo describiría el carácter de los personajes y las razones para coincidir del por qué ésta sigue siendo una excelente película, digna de ver en el cine. Me lo imagino actualizado, con paso cansino y con un smartphone que apenas le sirve… en el bolsillo. Sombrero de ala corta, camisa y chaqueta. Zapatos lustrados.

Llegamos a tiempo. En pantalla corrían los avances de otras películas y la boda de Connie aún no iniciaba. Lo logramos. En ese minuto, lo invité. – Asiento, le dije. Me miró sonriente y emocionado y se sentó a mi lado. Éramos pocos en la sala. Un silencio pasó, inundando el ambiente. La proyección comenzaba.

La boda, esa escena inicial perfecta. Vamos descubriendo los recuerdos escondidos en la mente cinéfila entusiasta y aparecen nuestras primeras sonrisas ante la picarona Luna Mezzo Mare, para dar paso al drama y recorrer el camino que otrora hubiésemos compartido también juntos frente a una pantalla.

Pronto llegó esa escena. Estiré la mano, buscando la de mi padre. Duele, pero el momento es, al mismo tiempo, preciso y precioso.

– No me arrepiento, era mi vida. Pero pensaba que… tú llegarías a ser… que ocuparías una posición respetable. Senador Corleone o Gobernador, algo parecido. 
– Soy una persona con importancia. 
– Nos faltó tiempo, Michael. Nos Faltó tiempo. 
– Algún día será, papá. Algún día. 

Vito y Michael, en El Padrino.

Corrieron lágrimas por mi rostro, imaginarias, claro. No me permití la incomodidad social y nuevamente hipotequé el alma. Nos faltó tiempo, dije, susurrando hacia el lado. Por supuesto que no hubo respuesta. La celebración de un aniversario de El Padrino llegó casi 20 años tarde. Ya no está y no hay nada que yo pueda hacer por tenerlo de vuelta. Cómo haces falta, papá. Nos faltó tiempo.

De vuelta, brindamos. No sé si me hubieras celebrado eso. Te fuiste siendo un buen canuto ultraortodoxo. Eso sí, me hubieras celebrado llegar con algo para compartir a casa, como hice, por supuesto. Al llegar, la atmósfera cambia. Soy el padre de familia. No hay más compañía que mi esposa y mis hijas, felices de que haya vuelto sin novedad y ajenas al luto interno. Por dentro, un ala rota, que sanará algún día… o eso espero. Mientras tanto, valgan estos recuerdos y el saudade, implacable a la hora de ejecutar su incansable tarea de contar nuestros pasos y traerlos a la memoria, de vez en cuando.