Desde hace miles de años, la cultura hegemónica de nuestro hemisferio norte ha tejido tradiciones alrededor del solsticio de invierno, el momento en que la noche más larga da paso al regreso paulatino de la luz y la eterna lucha entre la oscuridad y la luz, la muerte y el renacimiento, la esperanza frente a la incertidumbre. Sin embargo, aquí en Chile, y en todo el hemisferio sur, vivimos estas festividades en pleno verano, bajo días largos, cielos despejados y un calor que no parece reconciliarse con las imágenes invernales de renos y nieve. La Calurosa Navidad, como nos enseña 31 Minutos.
Y claro, no hay más explicación a nuestro afán de decorar árboles, agregar luces, guirnaldas y elementos invernales a nuestro verano. Es el hemisferio norte el que ha marcado el ritmo cultural que heredamos, muchas veces sin adaptarlo a nuestra realidad. Este artículo es una invitación a explorar cómo estas celebraciones, que tienen sus raíces en los mitos de la luz, se entrelazan con nuestro propio paisaje estacional y cultural y el por qué, más allá de complicarnos con celebrar o no, debemos dar paso a entender las manifestaciones humanas de creencia, cultura y movimientos estelares.
El Solsticio de Invierno: Origen de los Mitos de Luz
En el hemisferio norte, diciembre es un mes de oscuridad. Los días son cortos, las noches interminables, y el frío obliga a buscar refugio y a comer y beber de manera especial, contundente y abrumadora. Este contexto dio origen a festividades profundamente espirituales, con la reafirmación creyente de que a pesar de la aparente muerte de la naturaleza, la vida renacerá.
Los sumerios, por ejemplo, honraban a Dumuzi, dios de la vegetación, decorando árboles sagrados como símbolos de resistencia ante el invierno. En las planicies de Sumer, los ciclos de vida y muerte no eran un simple vaivén agrícola; eran el corazón mismo de su cosmovisión. Dumuzi, dios de la vegetación, descendía al inframundo, pero su retorno siempre prometía fertilidad y abundancia. En su honor, los sumerios adornaban árboles sagrados, símbolos de vida persistente, incluso en el frío más cruel. Dumuzi no era solo un mito, era la certeza de que la muerte era un preludio a la vida.
En las costas del Mediterráneo, los fenicios encendían luminarias y veneraban a Baal y Melkart como custodios del ciclo solar. El fuego y los árboles decorados conectaban al hombre con el cosmos, con un ritual que reconocía la luz como un regalo sagrado en medio de las tinieblas. En estas prácticas ya está presente el germen de lo que hoy interpretamos como los adornos navideños.
Los egipcios celebraban el nacimiento de Horus, hijo de Osiris e Isis, marcando el triunfo del sol sobre la oscuridad. El nacimiento de Horus, el halcón solar, que renacía tras la muerte de Osiris. Este ciclo, inmortalizado en las aguas del Nilo y los cielos del desierto, es la base de las decoraciones solares y palmas que han permeado hasta la tradición cristiana. Horus es la encarnación de que el sol siempre vuelve, aunque los días parezcan interminablemente oscuros.
En Babilonia, Tammuz era el hilo conductor de las coronas vegetales y los fuegos ceremoniales que simbolizaban el retorno de la fertilidad. Los babilonios sabían que la oscuridad del invierno no era más que el preludio de un renacer inevitable. Quizás en esas mismas coronas y hogueras están las raíces de nuestras velas navideñas, pequeñas flamas que nos recuerdan que la vida siempre halla una forma de regresar.
En Roma, la festividad del Sol Invictus tiene sus raíces en el sincretismo religioso del mundo romano y su adoración al sol. Fue el emperador Aureliano quien estableció oficialmente el culto en Roma en el año 274 d.C. El imperator lo proclamó como el principal dios protector del Imperio, y fundó un templo monumental dedicado al Sol Invictus en el Campo de Marte. El culto ganó popularidad porque simbolizaba la victoria, la luz, y el poder eterno, conceptos que resonaban con la ideología imperial romana, altamente expansiva e invasiva. Además, al ser inclusivo y adaptable, atrajo a personas de diferentes creencias, especialmente soldados y comerciantes, uniendo diversas tradiciones bajo un solo emblema.
Las festividades del Sol Invictus incluían procesiones nocturnas con antorchas y hogueras, simbolizando la luz triunfante sobre la oscuridad, además de sacrificios de animales y libaciones en los templos dedicados al dios solar. En las ciudades, se organizaban juegos, carreras de carros y espectáculos públicos para exaltar la grandeza del Imperio, mientras los ciudadanos celebraban con banquetes comunitarios e intercambiaban regalos, como monedas con la imagen del sol, como símbolo de buena fortuna.
Y en el Hemisferio Sur, ¿qué celebramos?
En Chile, y en todo el hemisferio sur, diciembre no tiene nada que ver con la oscuridad ni el frío. Aquí, el sol comienza a demostrar su esplendor, las noches son breves y la luz lo embarga todo, desde muy temprano y hasta muy tarde, por la noche. Sin embargo, celebramos la Navidad con los mismos símbolos que evocan paisajes nevados y chimeneas crepitantes. ¿Por qué no celebramos en diciembre algo que resuene más con nuestro verano? La respuesta está en cómo nuestra historia cultural se ha visto moldeada por el cristianismo y su calendario litúrgico, que adoptó y resignificó los mitos paganos del norte, consolidando la Navidad como una festividad global. Durante la colonización española, las festividades religiosas europeas, profundamente influenciadas por los mitos del hemisferio norte, se impusieron sin considerar la realidad climática y cultural de nuestras tierras. Así, heredamos la tradición de árboles de Navidad cargados de luces, sin importar que acá los pinos estén secos por el calor, y cantamos villancicos sobre “Blanca Navidad” mientras buscamos sombra bajo un árbol o parrón.
Nuestra Navidad es una síntesis cultural: de las Saturnales romanas y el Sol Invictus provienen la fecha del 25 de diciembre, los banquetes, las reuniones familiares y el intercambio de regalos, mientras que del Yule germánico y las festividades celtas se heredan símbolos como el árbol perenne y las luces, que celebran la victoria de la luz sobre la oscuridad. A esto se suman influencias más antiguas, como los mitos de dioses solares renacidos en el solsticio de invierno (Horus, Mitra), la figura de la madre divina y el niño salvador (Isis y Osiris), y el simbolismo del Árbol de la Vida, que conecta la eternidad con la renovación. También están presentes el mito universal del héroe que renace y los rituales babilónicos de fertilidad y abundancia. Por si fuera poco, a todo eso le sumamos tradiciones medievales como los villancicos y las modernas, como el cine y música propias de la estación, omitiendo, por supuesto a la figura del viejo pascuero, Noel, Nicolás, etc., cuyo análisis de sentido y origen bien pueden valer líneas aparte.
La luz que regresa.
Los mitos navideños comparten una constante: la luz y la esperanza siempre regresan. Desde las luminarias fenicias a nuestras guirnaldas smart LED, la humanidad busca simbolizar que el sol -y con él la vida- siempre vuelve.
Al hablar de luz y esperanza, es imposible no pensar en Belén. Conocida en árabe como Bayt Laḥm y Beit Leḥem en hebreo, (tr. Casa del Pan, una figura ideológica de Cristo en la tradición cristiana), esta ciudad no sólo es el escenario del nacimiento de Jesús según la tradición cristiana, sino también un territorio cargado de tensiones y heridas. Belén, situada en Palestina, bajo actual invasión israelí, refleja un conflicto que parece interminable. ¿Qué significa entonces la Navidad en un lugar donde la paz parece tan lejana? ¿Cómo se celebra la luz en una tierra que ha conocido tanta oscuridad? La respuesta está en la esperanza, ese hilo frágil pero resistente que une a la humanidad a pesar de toda la barbarie que nos rodea.
¡Felices fiestas!
¡Feliz conciencia!
Desarrollo websites desde los 15 años. Me apasiona el diseño gráfico y los desafíos expresados en algún lenguaje de programación. Me gusta leer, escribir y oír música. Disfruto de los regalos sencillos de la vida, con una mirada crítica y revisionista de absolutamente todo lo que me rodea. Dios es fiel.